Hablar de odio parece casi prohibido. Es una de esas emociones que incluso nos da miedo confesar.
Decir “odio esto” o “odio a alguien” parece algo que nos vuelve malas personas, poco evolucionadas, poco espirituales.
Pero el odio, como todas las emociones humanas, no aparece por casualidad.
No es algo que brota de la nada.
Es una señal, una acumulación, una consecuencia de heridas no atendidas.
Y por eso es tan importante dejar de temerle y empezar a comprenderlo.
El odio no es un monstruo oscuro que debemos evitar a toda costa.
Es, muchas veces, un dolor que se quedó sin palabras.
Una tristeza tan profunda que ya no supo cómo expresarse.
Una rabia que fue ignorada demasiadas veces.
Una injusticia que se volvió insoportable.
Cuando alguien dice “siento odio”, en realidad está diciendo “hay algo en mí que no ha sido escuchado, reconocido, sanado”. El odio, en su forma más cruda, es una coraza.
Una defensa.
Una armadura que el corazón crea cuando ya no encuentra otra forma de protegerse.
Es importante aclarar algo: sentir odio no significa actuar con violencia.
No significa dañar.
No significa justificar comportamientos destructivos.
Lo que sí significa es que hay algo muy profundo que necesita ser atendido.
Y cuando nos atrevemos a mirar esa emoción de frente, sin juzgarnos, sin taparla con culpa o vergüenza, entonces comienza el verdadero trabajo emocional.
El odio, cuando se mira desde la conciencia, nos revela qué heridas aún están abiertas.
Qué partes de nuestra historia siguen doliendo.
Qué vínculos o situaciones nos han lastimado tanto que nuestra psique reaccionó con esa intensidad.
El odio también vive en el cuerpo.
Se siente como tensión, como rigidez, como una energía contenida que busca una salida.
Puede sentirse en la mandíbula, en el estómago, en la espalda.
Puede aparecer como insomnio, como pensamientos obsesivos, como incapacidad para confiar o abrirnos al otro.
Es una emoción de cierre. De defensa. De separación.
Y muchas veces nos aísla, nos deja atrapadas en una especie de exilio emocional donde no queremos sentir nada por nadie.
Es una forma de anestesia, pero también una forma de resistencia.
Desde la perspectiva energética, el odio es una distorsión del fuego.
Un fuego que se desborda y que, en lugar de iluminar, quema.
Pero ese mismo fuego, si es contenido con amor y redirigido con conciencia, puede transformarse.
Puede convertirse en discernimiento, en claridad, en un nuevo orden interno. Porque muchas veces odiamos aquello que nos hizo sentir impotentes.
Odiamos cuando fuimos silenciadas, traicionadas, manipuladas o abandonadas.
Y esa emoción, por más incómoda que sea, también está al servicio de nuestra sanación.
El trabajo con el odio no es reprimirlo, ni disfrazarlo de paz falsa.
Es escucharlo. Es ponerle nombre.
Es sostener ese volcán interno con ternura.
Y, sobre todo, es entender que debajo del odio siempre hay una historia que merece ser contada.
Merece ser llorada.
Merece ser transformada.
En el cuerpo, podemos empezar a liberar el odio con respiración consciente, con movimientos que nos conecten con la fuerza sin violencia, con prácticas que nos ayuden a soltar la carga física que esta emoción deja.
Y en lo emocional, necesitamos espacios seguros para decir la verdad, para reconocer lo que sentimos sin miedo a ser juzgadas.
Es allí donde empieza la alquimia.
Una mujer que se permite reconocer su odio sin dejarse dominar por él, es una mujer que empieza a recuperar su poder.
Porque ya no necesita fingir que todo está bien.
Ya no necesita ser “la buena” para que la quieran.
Empieza a poner nombre a lo que la hirió.
Empieza a reconstruirse desde la honestidad más profunda.
Y lo más hermoso de este proceso es que, cuando el odio es visto y comprendido, pierde su fuerza destructiva.
Se disuelve.
Deja espacio para una nueva emoción: la compasión.
No una compasión ingenua, sino una que nace desde haber atravesado el fuego.
Una compasión madura, poderosa, capaz de decir “esto no lo permito más” sin odio, pero con absoluta claridad.
Así que este es un llamado: no rechaces tu odio.
Escúchalo.
Pregúntate qué herida intenta proteger.
Deja que hable, que grite si es necesario.
Y luego, con amor, acompáñalo a transformarse.
Porque incluso el odio —sí, incluso él— puede ser el inicio de una gran liberación emocional.
;)
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