El rencor: la emoción que se enquista donde no hubo consuelo

Montserrat Pérez
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El rencor no grita, no estalla, no explota. 

El rencor susurra, pero con una voz que duele. 

Es una emoción que se instala en lo profundo, como una espina bajo la piel, que no deja sangrar pero tampoco cicatriza. 

Es la memoria del daño que no fue reconocido, del dolor que no tuvo respuesta, del perdón que no llegó.



A veces lo confundimos con fuerza. “No olvido”, decimos con el pecho en alto, creyendo que sostener el rencor es mantenernos firmes, mantenernos a salvo.

 Pero en realidad, el rencor no protege: encierra. 

Nos hace rehenes de un pasado que no cambia, de una herida que se repite cada vez que recordamos lo que ocurrió. 

Y sin darnos cuenta, le damos poder a quien nos lastimó, porque seguimos alimentando la herida con nuestra atención.

El rencor nace de la injusticia no procesada. 

De la traición que no supimos cómo nombrar. 

Del amor que dimos y no fue cuidado. 

Pero no es la emoción la que nos destruye, sino la falta de espacio seguro para sentirla y transformarla. 

Porque el rencor es también un duelo congelado. 

Y mientras no se derrita con conciencia, se convierte en un peso, en una amargura que opaca incluso los momentos más bellos.



En el cuerpo, el rencor se siente como rigidez. 

Tensión en la mandíbula, en el pecho, en la espalda. 

Es energía estancada. 

Un dolor antiguo que el cuerpo recuerda aunque la mente ya haya dicho “ya pasó”.

 Y no, no ha pasado. 

Sigue ahí, esperando ser sentido del todo. 

Llorado. 

Comprendido. 

Liberado.



Liberar el rencor no es justificar lo que nos hicieron. 

Es dejar de cargar con lo que no nos corresponde. 

Es soltar la cuerda que nos ata a un momento que ya no existe, pero que aún decide sobre nuestra paz. 

Perdonar no es olvidar, ni volver, ni exponernos otra vez. 

Es un acto de dignidad interna. 

Es decir: ya no quiero que esta herida siga escribiendo mi historia.



Y aquí entra el placer, otra vez. 

Porque mientras hay rencor, no hay espacio para la alegría plena. 

El rencor roba energía, contamina el presente, amarga lo nuevo. 

Pero cuando lo soltamos —aunque sea poco a poco, aunque sea con lágrimas, aunque sea en silencio— sentimos un alivio hondo, como si el alma pudiera por fin respirar.



En el coaching emocional, trabajamos el rencor como lo que es: una señal de que algo quedó sin cerrar. 

No lo negamos, no lo juzgamos. 

Lo escuchamos. 

Le damos palabras. 

Le ponemos cuerpo. 

Le ofrecemos un espacio de verdad. 

Y entonces, cuando está listo, le abrimos la puerta.



Porque cuando dejamos ir el rencor, no ganamos la batalla. 

Ganamos la libertad.


Y esa libertad… se siente deliciosa. 

Ligera. 

Como una caricia en el alma.


Como el placer de volver a elegirnos.




;)

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