La humillación: la grieta que revela el deseo de ser digna

Montserrat Pérez
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La humillación no se olvida. 

Se queda grabada, no solo en la memoria, sino en el cuerpo. 

Es esa sensación de ser despojada de algo esencial: la dignidad. 

Es como si nos arrancaran la voz, la fuerza, el derecho a sostener la cabeza en alto.

 La humillación no siempre grita. 

A veces ocurre en silencio, en un gesto, en una palabra que nos hizo pequeñas, en una risa ajena que nos dejó expuestas. 

Pero siempre duele. 

Duele como si una parte de nuestra alma se agachara para esconderse.


Es una emoción compleja, porque nos toca el núcleo de quienes somos. 

No duele solo el hecho, duele lo que significa: no vales, no mereces, no perteneces.

Duele porque rompe la imagen que tenemos de nosotras mismas. 

Porque en la humillación, no solo se daña el ego, se hiere el corazón.



Y sin embargo, hay sabiduría allí. 

Porque si nos atrevemos a mirarla de frente, la humillación nos muestra qué partes de nosotras necesitan ser sostenidas, reconocidas, amadas. 

Nos revela dónde hemos permitido que otros definan nuestro valor. 

Nos invita a recuperar la voz, el cuerpo, la presencia, desde un lugar mucho más profundo que la apariencia: desde la verdad.



Muchas veces, después de vivir una humillación, construimos capas de defensa.

Nos volvemos duras, frías, distantes. 

O por el contrario, complacientes, sumisas, casi invisibles. 

Hacemos lo que sea para no volver a pasar por ese lugar. 

Pero en ese intento de protegernos, también nos alejamos de la autenticidad.

Perdemos brillo por miedo a que nos vuelvan a apagar.

El trabajo emocional con la humillación es delicado. 

Requiere ternura, paciencia, compasión. 

No se trata de “superar” rápido, ni de fingir que no dolió. 

Se trata de restituir el valor

De mirar a esa versión de nosotras que fue humillada y decirle: tú no hiciste nada mal

Eres digna, simplemente por existir.


La humillación también tiene un efecto poderoso sobre el placer. 

Lo apaga. 

Porque donde hay vergüenza o miedo al juicio, el cuerpo se contrae. 

Se esconde. 

Se silencia. 

Por eso, sanar la humillación es también un acto erótico, en el sentido más amplio: volver a habitar el cuerpo con dignidad, con orgullo sano, con ese placer profundo de saberte valiosa, sin necesidad de probarlo a nadie.

Y sí, puede costar. 

Porque la herida es real. 

Pero también lo es el camino de regreso. 

A veces, basta una palabra amable, una mirada honesta, una mano que no juzga.

Otras veces, se necesita un trabajo más profundo, más íntimo. 

Pero siempre, siempre, es posible reconstruir la dignidad. 

No como una coraza, sino como una raíz.

En el acompañamiento emocional, abordamos la humillación con respeto sagrado.

 Porque sabemos que no es solo una emoción, es una experiencia que ha dejado huella. 

Pero también sabemos que esa huella puede transformarse en cicatriz luminosa. En historia de renacimiento. 

En testimonio de fuerza.



Porque nadie merece vivir agachada.


Y cada vez que te levantas, aunque sea un poco, aunque sea temblando,
le estás diciendo al mundo: mi valor no depende de tu mirada. 


Mi valor es mío, y está intacto.





;)


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