La angustia es una emoción sin forma clara.
No es como la rabia, que arde, ni como la tristeza, que llora.
La angustia aprieta.
Se instala en el pecho como un peso, como una piedra húmeda que no permite respirar con libertad.
A veces llega sin aviso, sin causa evidente.
Otras, se arrastra silenciosamente durante días, semanas… como si algo dentro de nosotras supiera que algo no está bien, pero no pudiera explicarlo.
La angustia es la emoción de lo incierto.
Es la voz del cuerpo que se siente perdido, sin brújula.
Es el grito interno de quien necesita consuelo, pero no sabe exactamente de qué.
Es la incomodidad de no entender qué pasa, pero saber que algo duele.
Es como si el alma buscara un lugar seguro, un refugio, y no lo encontrara.
Lo más difícil de la angustia es que no siempre tiene palabras.
Es una emoción muda.
Nos toma por dentro, nos quita el hambre, el sueño, el deseo.
Se manifiesta con ansiedad, con inquietud, con una sensación de vacío que no se llena ni con abrazos ni con ocupaciones.
Es el cuerpo tratando de gestionar lo que la mente aún no puede comprender.
Pero la angustia no es enemiga.
Es una señal.
Es una pregunta que aún no ha sido formulada.
Es el umbral entre el dolor y la transformación.
Porque cuando sentimos angustia, es porque algo dentro de nosotras se está moviendo.
Algo quiere cambiar.
Algo necesita salir a la luz.
Y aunque parezca incómoda —insoportable, incluso— la angustia es una etapa.
No es el final.
Es parte del camino hacia un nuevo equilibrio.
En el proceso de coaching emocional, aprendemos a sentarnos con la angustia.
A no huirle.
A no taparla con ruido, con exigencia, con falsas soluciones.
La abrazamos como se abraza a una niña asustada: con ternura, con paciencia, con tiempo.
Le preguntamos qué necesita.
Qué está tratando de proteger.
Qué quiere decirnos que aún no estamos listas para oír.
Y cuando por fin escuchamos… aparece el alivio.
A veces no hay respuestas inmediatas, pero sí un pequeño suspiro.
Una pausa.
Un espacio de contención.
Y eso basta para empezar a sanar.
La angustia también nos muestra cuánto nos desconectamos de nuestro placer.
Porque donde hay angustia, no hay espacio para el gozo.
No hay cuerpo disponible.
No hay luz.
Pero también es cierto lo contrario: cuando recuperamos poco a poco el derecho a sentir placer —el simple placer de estar presentes, de respirar, de descansar, de crear— la angustia se disuelve.
No se va de golpe, pero se suaviza.
Como una tormenta que se transforma en llovizna.
Escuchar la angustia es un acto de amor propio.
Es decirnos: no necesito tener todo resuelto para merecer paz.
Puedo estar en medio del caos y aun así cuidarme.
Porque a veces, la única forma de avanzar es permitiéndonos simplemente sentir.
Y en ese sentir, sin forzar nada, sin apurar el proceso, el alma encuentra su propio ritmo.
Y ese ritmo, poco a poco, se convierte en camino.
Un camino que no lleva a la perfección… sino a la verdad.
;)
¡Hola! Comenta para que podamos conocer tus opiniones. Muchas gracias.