La culpa: el peso de quien ama demasiado y olvida mirarse

Montserrat Pérez
By -
0

 




La culpa es una emoción que arrastra, que pesa, que encoge. 

Se cuela entre los pensamientos como una sombra insistente que susurra: no hiciste lo suficiente, podrías haberlo hecho mejor, fallaste

La culpa no grita, pero tampoco se calla. 

Es constante. 

A veces lógica, a veces absurda. 

Pero siempre implacable cuando no se escucha con compasión.


Sentir culpa es humano. 

Es el reflejo emocional de la conciencia. 

Es el eco de nuestros valores, de nuestros vínculos, de nuestras decisiones. 

No es necesariamente mala. 

Nos ayuda a reparar, a reconocer errores, a asumir responsabilidades. 

Pero cuando la culpa se queda más tiempo del necesario, cuando se convierte en identidad, se transforma en una prisión emocional. 

Y una muy cruel.



Muchas veces la culpa no nace de haber hecho daño, sino de sentir que no fuimos todo lo que esperaban de nosotras. 

De haber elegido algo distinto, de haber dicho “no”, de habernos priorizado. 

Y entonces se vuelve confusa. 

Porque nos sentimos mal por habernos cuidado. 

Por habernos salvado. 

Por habernos apartado de lo que nos hacía daño.



La culpa aparece con fuerza en quienes aman mucho. 

En quienes quieren hacerlo bien. 

En quienes llevan el corazón en la mano. 

Pero hay una delgada línea entre asumir lo que nos corresponde… y cargarnos con lo que no es nuestro.



Hay culpas heredadas: de la familia, de la cultura, de los mandatos antiguos que nos dijeron que ser buena significaba negarse. 

Hay culpas por cosas que no pudimos cambiar. 

Por no haber estado. 

Por habernos ido. 

Por no haber dicho lo que ahora sabemos. 

Y en todas ellas hay una tristeza no dicha: la de no haber sabido cómo hacerlo de otra forma.



Sanar la culpa no es olvidar. 

Es mirar de frente lo que pasó, sentir lo que duele, y preguntarse: ¿qué aprendí? ¿qué necesito reparar? ¿qué puedo soltar? 

Porque no todo merece ser arrastrado eternamente. 

No todo error te define. 

No todo fallo te vuelve indigna.



El cuerpo también guarda la culpa. 

En el estómago, en el pecho, en la garganta. 

En esa sensación de tener algo atascado, algo no digerido. 

Y desde ahí también se puede empezar a sanar: respirando, habitando, suavizando.

 Permitiéndose sentir sin castigo.



El placer y la culpa muchas veces no conviven. 

Porque la culpa nos hace creer que no merecemos gozar, descansar, disfrutar. 

Que debemos ganarnos cada instante de bienestar. 

Pero eso es una trampa. 

Porque el placer no es un premio. 

Es parte de la vida. 

Y aprender a vivir sin culpa también es un acto de amor. 

Un acto revolucionario.



En el proceso de coaching emocional, abrazamos la culpa con honestidad. 

La escuchamos. 

La desenredamos. 

Vemos de dónde viene, qué la alimenta, qué tanto de ella es realmente nuestra. 

Y cuando entendemos, sin juzgar, algo se libera. 

No para huir del pasado, sino para honrar el presente con más verdad.



Porque vivir con culpa es vivir en deuda constante.


Y tú no le debes a nadie tu paz.


Te la mereces, completa, profunda, sin condiciones.




;)

Publicar un comentario

0Comentarios

¡Hola! Comenta para que podamos conocer tus opiniones. Muchas gracias.

Publicar un comentario (0)

#buttons=(Ok, Go it!) #days=(20)

Nuestro sitio web utiliza cookies para mejorar su experiencia. Learn more
Ok, Go it!