La pena: el suspiro largo del alma cuando algo se ha perdido

Montserrat Pérez
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La pena no grita. 

No rompe. 

No quema. 

Pero duele. 

Es una emoción callada, melancólica, íntima. 

Es el eco de una pérdida, el temblor de algo que ya no está o que nunca fue. 

La pena aparece en los silencios, en los recuerdos, en los vacíos pequeños que deja la ausencia. 

Y cuando llega, lo hace sin pedir permiso. 

Se instala con delicadeza, pero con peso. 

Como una niebla que nubla los días y aprieta el corazón.



No siempre sabemos por qué sentimos pena. 

A veces es por algo muy claro: una despedida, una etapa que termina, un sueño que no se cumplió. 

Otras veces es más difusa: la sensación de que algo se ha roto por dentro y no sabemos cómo volver a armarlo. 

La pena es el lenguaje de las pérdidas del alma.



Y aunque muchos intentan evitarla o taparla con prisa, la pena no quiere ser resuelta. 

Quiere ser sentida. 

No pide soluciones, pide presencia. 

Porque es una emoción que acompaña procesos profundos de transformación.

 Cada vez que sentimos pena, estamos atravesando un duelo, grande o pequeño. 

Y cada duelo es un rito. 

Un paso necesario para dejar ir lo que ya no puede quedarse y abrir espacio, sin saber todavía para qué.



La pena no nos hace débiles. 

Nos hace humanas.

Nos conecta con la ternura, con la compasión, con la empatía. 

Porque cuando hemos conocido la pena, también sabemos sostener la de otros.

Sabemos mirar con más suavidad, hablar con más cuidado, abrazar con más intención.



Pero es importante saber que la pena necesita tiempo y permiso. 

No puede vivirse en la superficie. 

El cuerpo la siente: en el pecho que se hunde, en la mirada que se apaga, en los hombros que se encorvan. 

A veces es una lágrima silenciosa en medio de la noche. 

A veces es esa canción que no podemos escuchar sin quebrarnos. 

A veces es un nudo en la garganta que se queda días enteros sin desatarse.


Y no pasa nada. 

Sentir pena no significa estar rotas. 

Significa estar vivas. 

Significa que amamos. 

Que valoramos. 

Que lo que perdimos fue importante. 

Que tenemos historia. 

Raíz.



La pena tampoco es enemiga del placer. 

Aunque al principio parezca que sí. 

Porque la pena adormece, apaga, retrae. 

Pero si la acompañamos con respeto y sin juicio, el cuerpo empieza a confiar de nuevo. 

Y donde hubo lágrimas, poco a poco vuelve a brotar el deseo, la risa, el gozo. 

Como cuando el sol vuelve tímidamente después de muchos días de lluvia. 

No se trata de forzar nada.

Se trata de esperar con ternura.



En un proceso de coaching emocional, trabajamos la pena, la miramos como a una niña que ha perdido su juguete favorito. 

No la apuramos. 

No la ignoramos. 

La escuchamos. 

Y le damos espacio para llorar, para contar su historia, para entender lo que necesita cerrar.



Porque al final, la pena no viene a destruirnos.


Viene a enseñarnos cómo amar incluso lo que ya no está.


Y a recordarnos que en medio del dolor, también hay belleza.


La belleza de haber sentido. 

De haber estado vivas. 

De haber dicho , incluso cuando dolió.




;)

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